Invitaciones a la lectura. Mochuelo Libros
Editorial Acantilado, 2008
La isla de Lampedusa ha sido tristemente célebre durante los últimos años. Y seguramente lo siga siendo, porque, si hay cosas que no habrán de cambiar, sin dudas, entre ellas, se encuentra la estupidez, acaso uno de los motores de la Historia, como se supo decir alguna vez.
Sin embargo, Lampedusa, el libro, si bien también refiere de cierta manera al pesar evitable, es sutilmente distinto: cuenta las peripecias de Leonardo Carracci, un filólogo que, más que un italiano nacido al principio el siglo XX, se sentía un griego antiguo; y que veía en las cosas el halo místico con el que, al parecer, los antiguos veían las suyas. Así pudo darlo todo por un amor sólo comprensible bajo esa lente, o, acaso, también, bajo la lente que un par de milenios después usarían los románticos para elegir qué ver de las cosas del mundo. De ese modo, Irene, una cantante, se convertiría en algo más; en una obsesión donde todo placer y todo penar podrían personificarse. Por eso, esta Lampedusa merece otro tipo de celebridad. Porque, como toda literatura destinada a perdurar, parece referirse a algo más antiguo, menos posmoderno y, sobre todo, menos inevitable: a la tragedia eterna del Hombre; no digo de los hombres, porque esas tragedias duran poco; por caso, la de Leonardo Carracci, “un mal horrible” que lo poseería “para siempre”, como vaticinase cierta mujer, duraría, digamos, unos escasos cuarenta años. La otra, que es la misma pero tan amplia como la Historia, dura más; lo que dure el tiempo. Es la tragedia eterna de la especie, tan gemela de la muerte, que suele confundírsela con ella cuando sus caballos pasan cerca.
Lampedusa, como el esmerado ensayo El héroe y el único, está atravesado por la heroicidad; y, en casos, en sentidos donde la moralidad deja paso a la personal manera de enfrentarse –o bien, de autoimponerse uno- al Destino; tal como el mismo Argullol contase sobre Keats y aquella carta donde aceptaba la derrota de la existencia, pero, a la vez, se mostraba decidido a intentar rozar algo de gloria.
Entonces, no importa que Carracci sedujese a la adolescente Claretta para casarse por un rato con ella, ni que no sintiera el peso de la conciencia por habérsela arrebatado a otro muchacho que quizás si la hubiera hecho feliz, o que al menos hubiera sido feliz con ella y durante más tiempo; que fuese un hombre que, luchando con los fascistas en Addis Abeba, disfrutaba indolente -más o menos como los demás-, de las glorias del caos de la guerra. Lo que importa, que termina siendo sólo una cosa, sólo Irene -que, acaso, además de todo lo demás, pueda ser arquetipo de la mismísima belleza-, es la única vara con la que medir la vida; lo otro es accesorio para Carracci, y, como todo accidente, bello o fatal, pasajero. Aunque sea obra “de la consecuencia destructora del amor”.